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Más allá del malecón

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Los países que han vivido, o viven dictaduras, saben que los amaneceres de esperanza llegarán algún día y para ello trabajan. En la mayoría de oportunidades toca vencer la apatía y el desánimo de muchos que parecieran rendirse ante el hastío de la espera, factor al que se une una propaganda sistemática y constante que disminuye al adversario de la tiranía, mientras que exagera la situación en la que ese encuentran los que están en el poder. Pareciera en muchos casos que la existencia llega hasta los malecones en los que al frente está un mar de incertidumbres que no se sabe que pueda deparar.

Para los cubanos la realidad es alarmante y dramática. La democracia es un viejo recuerdo, un polvoriento anhelo, que se pierde en la neblina de una historia manipulada, panfletaria y servil, que busca borrarla de cuajo o convertirla en un maleable instrumento. Con el derrocamiento de Carlos Prío Socarrás en 1952, empezó para la isla una lúgubre era en la que dictadores de distinto sino, pero de similar interés –el de perpetuase en el mando y usufructuar el Estado como si se tratase de un bien particular- se convirtieron en referentes dada su crueldad. Usando la división de los habitantes y aupando una represión desproporcionada, incrementada con aparatos de delación acentuados, dejaron perdida la remembranza de un sistema de libertades, que aunque imperfecto, era sustancialmente mejor que lo que vino después.

El no tener ningún tipo de referencia sobre algo distinto puede ser la mejor forma de controlar los atisbos de descontento que se asoman. Con las personas limitadas a su espacio físico, con nula capacidad de movilización y sin tener la posibilidad de leer o escuchar puntos de vista distintos a los que emanan desde el poder central y la élite gobernante, se suprime drásticamente cualquier elemento que lleve al individuo a comparar su funesta cotidianidad con la de otros sujetos. A ese punto es preciso agregar que la creación de una retórica de heroicidad y sacrificio y las mandíbulas del miedo que están prestas a triturar al que se mueva del redil permitido, evitan que emane hasta una simple mueca de repudio.

La otra estrategia empleada es la de convertir a los habitantes en meros esclavos dependientes de la voluntad del régimen. Se vive en torno a las dádivas y oportunidades que se dan, por ende –y esto es un elemento supremamente macabro- cuestionar una gestión, protestar ante las carencias o exigir ciertas mejoras, puede implicar la eliminación del acceso a los servicios básicos. Es una perversión explotar las necesidades para transformar a las personas en actores que para subsistir tienen que tener obediencia plena a los dictámenes de la clase gobernante, so pena de ser encarcelados, humillados por comisarios de civil o fustigados en los medios de propaganda.

Aunque el recuerdo de la democracia luce empolvado para las nuevas generaciones y la propaganda impide que los individuos disciernan, se está dando un fenómeno curioso que tiene en vilo al régimen. Ya no se manifiesta por más comida, por techo, por agua o por trabajo, sino por un cambio de sistema. La retórica de culpar a actores foráneos por las carencias pareciera no tener asidero ni convencer, mientras se pierde el miedo. El nuevo temeroso es el gobierno que nota que las protestas aumentan, pese a que traten de ocultarlo. La manifestación del 15 de noviembre fue boicoteada, pero el comienzo del final de la pesadilla ha llegado. La gente quiere democracia y eso no lo oculta un aumento en los rubros que se adjudican en una libreta. Más temprano que tarde en el malecón se verá la salida del sol, que con su luminosidad se apropia de las aguas de un mar que empieza a notarse bravío.

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